Desencuentro con la bici
- osegueraoso
- Aug 20, 2023
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El plan de la rodada era entusiasmante: ir a Amatlán, Morelos, esta vez acompañado. La primera vez que recorrí el trayecto lo hice con un pelotón de colegas.
Por Oso Oseguera
Paramos varias veces a descansar, a tomar un refrigerio, a ver el paisaje, a disfrutar el paseo. Memorable ocasión.
Luego repetí dos veces solo el mismo trayecto. No fue igual, pero el reto siempre mantuvo mi pasión y mis ganas de rodar. Siempre lo hice a finales de marzo o abril, casi en Semana Santa. Calor y sol a tope.
Esta vez rodaría con un buen amigo e iríamos a la casa de otro gran amigo mutuo. Inmejorable ocasión. Mi condición física -creí- pasa por un bueno momento: he perdido peso y uso diario la bici para subir a la oficina, casi en la esquina de Constituyentes y Reforma, en el DF. Un trayecto de 40 minutos que incluye una pronunciadísima pendiente que consume una tercera parte del tiempo recorrido.
Sin embargo, durante un paseo de 100 km por la ciudad, a finales de año, sufrí los últimos 25 km.
Confié en mi diario recorrido de 40 minutos de subida y luego otros 25 de bajada. También era marzo, el sol abraza y cala, aunque este 2015 el invierno tardó en despedirse y lo hizo de manera que no lo olvidáramos.
Arrancamos a las 7am para hacer las 4 horas de rigor que tenía cronometradas previamente. La ciclopista panorámica desde Chimili hasta Tres Marías es hermosa, está casi bien mantenida y hay tramos muy transitados por corredores, paseantes, enamorados en bici y ciclistas de hueso colorado como nosotros.
Para llegar a Chimili subimos por la carretera Picacho, una subida tremenda. Juan agarró su paso y se adelantó varios metros. Lo invité a que hiciéramos un alto con el señor de las aguas de coco y horchata de coco, una delicia, pero me dijo que no quería detenerse para y perder el paso.

La ciclopista panorámica desde Chimili hasta Tres Marías es hermosa, está casi bien mantenida y hay tramos muy transitados.
Llegamos a la ciclopista y comenzamos el ascenso. Fue estos días de cambio trepidante de clima. Mañana calurosa, algunas nubecillas, luego, frío intempestivo, lluvia ocasional todo en un lapso de cuatro horas, para que pasadito el mediodía aparezca el sol radiante.
Juan, mi amigo y compañero de rodada, volvió a tomar su paso y al poco tiempo me quedé rezagado. Algo no iba bien, en dos ocasiones me sentí cansado y desanduve de la bici. Culpé al short que llevaba, que no me ajustó muy bien, al frío en las manos, incluso a la mochila que llevaba con mi ropa de cambio. No muy pesada, pero no ayudaba.
Casi para llegar al puerto la Cima, ya había pensado seriamente abortar la misión y volver a casa. No llegaba a la mitad y ya iba muy tronado, física y psicológicamente. La lluvia arreció, iba muy mojado, los pies fríos, las manos heladas y empezaba a sentir que una porción de la cara venía helada.
Llegué con muchos trabajos a la Cima. Llevaba poca agua y le dije a Juan que ahí haríamos un alto para reabastecer. Pensé que lo vería y que entonces decidiría si volvía o qué acción tomaría. Él no estaba ahí. Yo tenía muchísimo frío, me bajé de la bici y disfruté poner los pies en tierra firme, daba brinquitos para que mis pies entraran en calor, los guantes empapados me los saqué con mucha dificultad. No me quité el casco. Deambulaba por el lugar para entrar en calor, no quería quedarme quieto, pero pedía a gritos un lugar donde el viento no me tocara.
Me asusté cuando proferí las primeras palabras: me da un "agoa". El cachete izquierdo estaba entumecido y la palabra agua salió congelada de mi garganta y los músculos faciales la apelmasaron antes de abandonar la boca.
Compré agua, un gatorade y un chocolate, para entrar en calor. Me costó muchísimo trabajo romper la envoltura. Volví a la idea de regresar, pero desde ahí, en medio de la nada, no había manera de recular. Me dije que pronto encontraría a Juan. Aunque había perdido la esperanza, pues me había tomado mucho tiempo.
Sin embargo, encontrarme con él fue mi motivación.

Me asusté cuando proferí las primeras palabras: me da un "agoa". El cachete izquierdo estaba entumecido y la palabra agua salió congelada de mi garganta.
Me enfundé con muchísimo trabajo los guantes y volví a la bici. El alto en el camino ayudó físicamente para estirar músculos. El viento volvió a pegar durísimo, iba congelado, el cachete seguía entumecido, trataba de mover los dedos de las manos para destrabar el engarrotamiento, me decía que llegando a Tres Marías todo sería de bajada y entonces sería menos difícil, aunque inmediatamente pensé que el clima no me ayudaría, pues me movería menos y me daría más frío. Rápidamente deseché ese pensamiento y calculé que faltaban 2.5 horas para llegar. Llevaba otras tantas efectivas de rodar.
Seguí, no sé porqué pero seguí. Salí de esa zona color paja, que otras veces había disfrutado al identificar los campos de avena y que ahora me parecían parajes inhóspitos, húmedos, y llenos de ventisca fría.
Pensé en detenerme nuevamente y esperar a que dejara de caer esa llovizna helada y persistente que golpeaba mi rostro. Vi una caseta de policía abandonada y pensé que ahí podría refugiarme, rápidamente deseché la idea porque sabía que no estaba pensando con claridad. Tenía que encontrarme con Juan.
Mantuve el paso y me concentré en el manubrio y el camino gris del asfalto. De pronto se tornó amarillo. Y es que alargaron un tramo la ciclopista hacia Morelos.
Me alentó ese descubrimiento, cuando oí el grito de Juan: "Oso, Oso".
A lo lejos manoteaba para que lo viera. Me gritaba desde un jacalito. Me esperó en una tienda que en el pórtico tenía un comal donde preparan fritangas. Juan comía una quesadilla. Cuando llegué me dijo Juan que pidiera algo. Yo deseaba una frazada y un café. Me conformé con lo segundo.
Juan estaba sentado en una desvencijada silla, en una sucia mesa junto al comal. Había otros comensales. Todos muy tapados, protegidos del frío. Estábamos a unos cuantos pasos de Tres Marías, cerca de la carretera libre a Cuernavaca.

Mantuve el paso y me concentré en el manubrio y el camino gris del asfalto. De pronto se tornó amarillo.
No quería sentarme, debía mover mis pies para que entraran en calor. Pedí un sope, por recomendación de Juan, aunque no tenía ni pizca de hambre. Me temblaban las piernas a pesar de que trataba de contener esa sensación.
Un enchamarrado señor, al otro extremo del local sin puerta ni ventanas, me dijo: "Estás temblando, tengo una chamarra que te puede servir. Esa que traes está empapada".
Lo dijo sin mucha convicción, como quien da el saludo en un elevador. Y además no se movía, estaba sentado cómodamente en su silla.
- Sí, muchas gracias, respondí en automático.
Me sirvieron el sope, que apuré con dificultades por el engarrotamiento de las manos. El café lo bebí en tres sorbos, estaba tibio y a cada segundo se enfriaba rápidamente. Esperaba que estos alimentos me quitaran el frío, pero no fue así. La temblorina continuaba.
- Vamos por la chamarra, me dijo el enchamarrado. Al tiempo que se puso de pie y se arrancó caminando.
Lo seguí a distancia prudente. No confiaba del todo. Tanta bonhomía no la creía. Se detuvo frente a una cabaña construida de troncos con un patio amplio.
Lo vi pasar a su casa, dudé en entrar o esperar a que me diera las prendas. Vacilé unos segundos. Y por fin entré. El enchamarrado hurgaba en una caja que hacía de closet. Extrajo la prenda y me la pasó, no sin disculparse por lo polvosa que estaba.
- Está limpia, sólo tiene polvo de que no la he usado, me explicó.
- No se preocupe, así esta bien.
- La playera que traes está húmeda. Te voy a dar una camisa.
Se encaminó a otra caja/closet y extrajo una camisa de manga larga, a cuadros, negra con rojo y luida.
Empecé a destaparme. Con mucha dificultad pude quitarme la chamarra. Luego la playera.
Intenté abotonarme la camisa vaquera, pero los dedos no me respondían. Mis nervios entorpecían aún más la maniobra.

Lo vi pasar a su casa, dudé en entrar o esperar a que me diera las prendas. Vacilé unos segundos.
Vio mi torpeza y se acercó a ayudarme.
- Le falta un botón, pero con la chamarra encima la libras, dijo mientras sus manos gordas y maltratadas prendían los botones en los ojales.
- Ajá.
Una vez arropado, sentí que estaba en una habitación agradable y en un paraje amigable. Me volvieron la esperanza y el calor en simultáneo y de súbito.
Desanduvimos el camino al local de quesadillas. En el trayecto me dijo que esa chamarra era muy buena y que a él le había servido en varias ocasiones. No lo dudé, apenas me la puse sentí los beneficios.
Juan pagó lo consumido y nomás me esperaba. Entramos a la tienda a comprar más agua.
Me vino la duda: cómo me desvestiré aquí para devolver la ropa prestada. Eso cabilaba cuando el enchamarrado me dijo:
- No me tienes que devolverme nada. Vamos, si puedes sí, pero si no, no importa. Hoy por tí, mañana por mí.
- ...
- De veras. Te doy mi tarjeta.
Extrajo de su chamarra un cartoncito a colores y entonces me enteré que Manuel es su nombre y que su oficio es mecánico automotriz.
- Muchas gracias. Le devolveré sus cosas a la primera oportunidad. Mil gracias, de veras.
No hubo un intercambio de saludo con las manos. Más bien nos miramos a los ojos y así nos despedimos.
Juan y yo salimos del lugar, nos montamos en las bicis y continuamos el trayecto. Por primera vez tomé la autopista, a la altura de Tres Marías. Rodamos por el acotamiento todo el tramo de bajada.
La chamarra y su gorrito cumplieron su función. Se me olvidó todo lo acontecido. Dejó de llover y tras las nubecillas, el sol calentaba también el ánimo. Disfruté algunas bajadas donde nos dejamos ir y levantamos hasta 58 km/h.
Llegamos a nuestro destino después de seis horas de viaje y cinco de rodada efectiva.
Dos semanas después volví para entregar la ropa prestada y agradecí infinitamente su gran gesto humano.
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